Conocí una vez a una estudiante de odontología. Siempre me pareció que ellas, en particular, tienen algo especial: te dejan con la boca abierta. No tienen reparos en arrancar de raíz lo que molesta, mastican muy bien las cosas. Además tienen el poder de que tengas una radiante sonrisa.
Me la presentó, en una fiesta, un amigo en común. Solamente pude intercambiar un par de palabras con ella porque, enseguida se la llevó el trencito que se había armado en el carioca. Sin embargo no perdí esperanzas y seguí moviéndome en torno a ella. No podía volver a hablarle, pero los deseos de conquistarla me estaban cariando. Me sentía un aparato: lo único que había logrado decirle, cuando por fin logré estar junto a ella, era lo divertida que era la fiesta y que no conocía a casi nadie. Creo que nadie podría tener semejante poder anestésico.
Intenté enjuagarme el mal sabor de boca con unos tragos y volver al ataque, pero fue inútil, ya no me dirigía la palabra.
A pesar de el empaste que tenía en la boca, gracias a lo mal que me estaba yendo en mis intentos por acercarme a ella, no perdí esperanzas. En especial porque en la vida nada me había sido fácil y tenía la mandíbula endurecida por los golpes de la vida.
Una cosa era segura, le quería clavar los colmillos: era momento de ser mas incisivo.
Esquivando a mi amigo que estaba con una remera violeta brillante emulando un cantante de cuarteto con vigésimo porrón de cerveza que se tomó, llegué al lado de la odontóloga que hablaba con unos amigos acerca del papelón que estaba haciendo mi amigo (no es que bailara muy mal, era que su canto a los gritos estaba haciendo que los perros de la cuadra aullaran).
Me acerqué a ella y le pregunté si le podía invitar un trago. Lo pensó un segundo y con una blanca y brillante sonrisa me dijo que si. No entraba dentro mío de emoción. Al fin pude invitarle un trago y hablar un poco con ella. Sin embargo no resultó tan fácil como esperaba: era una mujer muy dura, todo en ella estaba ordenado y séptico, si no podía acomodarlo, lo ajustaba con violencia para que todo se quede en su lugar. Yo estaba pasando por una temporada en la que no me quería ni lavar los dientes, mi departamento era un caos y ni siquiera tenía un laburo.
Yo hablaba del Che y Emiliano Zapata, ella me hablaba del científico que descubrió los beneficios del fluor en la dentadura. Yo nombraba al maldito capital y como los burgueses oprmían al proletariado, ella de lo bueno que era conservar una buena sonrisa y como el Tic-Tac la protegía. La charla se me iba de las manos, tenía que ponerle frenos a la situación.
De la galera saqué el tema del plan dental de la Cuba de Castro: al final fue contraproducente, había estado hace poco en una convención de odontólogos con el lema: "No a la medicina troska". En ese momento me transformé, me abrí el saco mostrando mi remera negra con una gigante estrella roja en el pecho y comencé a recitar el mas que estudiado discurso para captar nuevos cuadros. Lo que comezó como una -casi- amigable charla terminó con una batalla retórica que terminó por dividir a toda la fiesta en dos bandos, los "troskos" por un lado y los "fachos" por el otro. Después de casi cuarenta y cinco minutos de discusión tuvo que intervenir el dueño del bar (que terminó por unirse al bando rojo) para que todo termine y nos heche. Cuando salíamos la volví a ver, como no pude ir en contra de mi instinto autodestructivo, le pregunté si el finde que viene nos podíamos ver. Su respuesta fue tan
Clara como simple: "Colgate!"
20 ene 2010
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